Hay momentos capaces de llenar un día entero. Ventanas desde las que contemplar un paisaje irrepetible, “lugares donde uno se agota de mirar, sin estar saciado” como escribió Petrarca. Uno de ellos es la Torre del Gallo de la catedral de Sigüenza.
De los cien veres que dijo Cela tiene esta provincia, cinco están en Sigüenza. Uno en cada punto cardinal y otro paseando por sus calles. Desde la Torre del Gallo de la catedral, atalaya privilegiada, la ciudad se presenta agrupada en torno a una plaza y dos calles. Dos líneas rectas en cuyo vértice se abre la plaza del Ayuntamiento, mitad soportalada y mitad flanqueada por viejos palacetes. Por una de ellas se asciende hasta el castillo y por la otra se desciende al palacio episcopal. Emblemas del poder militar y religioso, que en tiempos estuvieron en las mismas manos, la del obispo, señor de estas tierras y sus alrededores. A su vera, un ramillete de caserones abrazados entre sí y adornados con balcones y rejas que hablan del poderío económico de sus moradores.
El color terrizo de fachadas y tejados, uniforme, rojizo en las horas de poniente, es el reclamo de un pueblo que hoy late con el turismo, con las gentes venidas de otras tierras y pasean por los estrechos callejones de hechuras medievales, renacentistas y barrocas.
A la espalda de la catedral, el Parque de la Alameda, pulmón y desahogo de la ciudad, lugar de recreo y encuentro. Más allá, la estación del ferrocarril, nexo de unión con Guadalajara y Soria, camino hacia Palazuelos, Guijosa y Carabias donde se acaricia la Edad Media. Hacia el norte, el río Henares dibuja su regate y se estrecha a medida que su silueta asciende, aguas arriba, hasta la sierra, donde nace humilde y escondido. “Tierras trágicas hacia Sigüenza” escribió Unamuno al acercarse a la ciudad mitrada. Junto al río, colegios, casas de recreo y arboledas. A su derecha, el pinar, por donde paseaban los miembros del cabildo.
De Sigüenza se han escrito miles de páginas. Hasta ella se han acercado decenas de escritores y pintores buscando su porte señorial. Cuesta trabajo no repetir lo ya escrito, buscar la originalidad cuando cada personaje y cada piedra han sido vistas y glosadas durante siglos. Sin embargo, la ciudad mitrada nunca cansa. Desde el campanario de la catedral, Sigüenza late y bulle con el sosiego que dan el tiempo y el tañer de las campanas. Su espíritu, el de Martín Vázquez de Arce, su Doncel, nunca pasa de moda.
Pedro Aguilar Serrano
Periodista